JUL 062014 La crisis de Michoacán, derivada de la inseguridad, era y sigue siendo en esencia una crisis de confianza en las instituciones del Estado causada por el vínculo de sus dirigentes con la delincuencia y por abandonar a la población a las garras de los matones de los grupos criminales. La desconfianza fue un muro que se construyó desde la irresponsabilidad de los gobiernos, con agravios cotidianos que postraron a los ciudadanos en la impotencia y en la incredulidad; el temor enfrentado en soledad se transformó en coraje y determinación que en muchos municipios propició la defensa por mano propia de la vida y el patrimonio. Cuando en enero el gobierno federal, tras reconocer las débiles instituciones michoacanas, decretó la constitución de la Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, todo mundo sabía que las cosas habían llegado demasiado lejos en nuestro estado. De un lado el crimen se despachaba con la cuchara grande, arrastrando a las instituciones de los gobiernos estatal y municipal, del otro estaba emergiendo con profusión un movimiento civil de autodefensa que enfrentaba exitosamente a mano armada a los criminales, mientras policías y militares se cruzaban de manos. Para entonces el gobierno federal llegó a reconocer que uno de los objetivos, efectivamente, era recuperar la confianza perdida. La recuperación territorial de tierra caliente, que fue la base para intentar rehacer la confianza que durante años había tirado el gobierno, se hizo tomando a las autodefensas como baluarte. Así la alianza del gobierno federal con este movimiento fue abierta y prosperó más allá de la polémica por la legalidad. El protagonismo de las autodefensas en tierra caliente fue de la mano de una racha victoriosa en la que se montaron ambos, autodefensas y el gobierno federal representado por el Comisionado Castillo. Un capítulo que por cierto el gobierno federal parece olvidar. Cuando en abril 14 se acordó el desarme de las autodefensas y su ingreso a la legalidad, le había precedido un acuerdo bastante claro y por demás de sentido común, que el desarme procedería al momento de que los criminales hubieran sido derrotados, en palabras vertidas en aquella reunión: "limpiar la entidad del crimen organizado". La prensa de esos días dio cuenta de este acuerdo. El problema que vino posteriormente derivó de dos interpretaciones de la realidad: el gobierno federal sostiene que la fase de la recuperación territorial ha concluido y que los delincuentes han sido vencidos y que suman miles los detenidos en las acciones; la otra versión sostiene que los criminales no están del todo derrotados, que el icónico personaje que los lidera sigue libre y que se han detenido las investigaciones sobre los vínculos políticos y financieros del narco. Para el gobierno federal su decir es verdad concluyente y quien no deponga las armas debe ser llevado ante la ley; para muchos otros, los criminales siguen vivitos y coleando y dicho punto no puede considerarse realizado y las autodefensas deben seguir procurando la defensa de la vida y el patrimonio de los michoacanos. Al gobierno federal, o por lo menos al Comisionado Castillo, parece que le urge dar por cerrado el capítulo de la persecución de capos y sicarios y levantar ya la bandera blanca. El problema es que la mayoría de los Michoacanos saben, porque lo viven, que la extorsión y el secuestro siguen ocurriendo y que le inseguridad está rampante en las grandes ciudades. Por eso cuando el Comisionado Castillo aplica su estrategia de prioridades y decide encarcelar al Dr. Mireles, líder de autodefensas, antes que a la "tuta" líder de los criminales, la débil confianza que se había construido en torno al gobierno federal se derrumba por completo. Lo poco que se había ganado se pierde en un arrebato de insensibilidad política. ¿Quién puede creer en un Comisionado que encarcela al que persigue criminales y al criminal le dedica declaraciones de franca tregua: "la sola captura de capos no garantiza la eficacia de la estrategia"? La mala hora del Comisionado Castillo la ha marcado él mismo con decisiones políticamente desastrosas que lo alejan de la confianza de los michoacanos. La sensibilidad política no es lo suyo. Primero fue haber participado, violando la constitución del estado, en la sucesión de Fausto Vallejo. El seguimiento hora por hora que la prensa hizo de su trabajo de cabildeo e imposición quedan como prueba de su injerencia anticonstitucional en los asuntos del gobierno michoacano. Luego vino el encarcelamiento de Mireles que lo está precipitando al fin de su encomienda por el alto costo político que le representa. Se equivocó el Comisionado si creyó que el caso Michoacán podía ser tratado con la misma técnica con la que trató el caso Paulette. La mala hora del Comisionado le viene de que su actuación no ha construido confianza social, esa que es vital para el éxito del plan Michoacán, en cambio ha profundizado el rechazo y la condena generalizada. Su actuación ha abierto una nueva crisis que el gobierno federal debe solucionar replanteando su estrategia de "coordinación" con Michoacán y reconsiderando el perfil de los operadores federales. El plan Michoacán debe ser coordinado por un político experimentado, con sensibilidad y capacidad de diálogo y no por un burócrata autoritario. |