La firmeza que sostiene la democracia

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JUN
16
2025
Alejandro González Cussi Morelia, Mich. En tiempos de escepticismo institucional, de polarización mediática y de una ciudadanía muchas veces tentada por la indignación fácil o el cinismo resignado, urge volver a las preguntas fundamentales: ¿cómo aprendemos a distinguir lo que realmente es bueno de lo que simplemente nos parece bueno? ¿Dónde se forma esa brújula ética? La respuesta no está en un discurso iluminado desde arriba, ni en la moral privada del individuo aislado, sino en el seno de comunidades vivas y responsables.

Solo en comunidad se aprende el valor de una norma compartida, de un límite que no se negocia, de una regla que nos incluye a todos sin excepción. Sin eso, no hay posibilidad de lealtad —esa valiosísima virtud política que permite que el comportamiento ético no sea una rareza, sino una aspiración común.

Necesitamos más que una democracia de efectos: necesitamos una democracia de convicciones. Una democracia que no se rinda al espectáculo (hoy de bajísima monta, por cierto), que no se construya solo desde la indignación viral, sino desde la firmeza silenciosa de los valores comunes. En ese terreno, el de la cultura, se libra la verdadera batalla por la legitimidad.

La firmeza de convicciones —ese bien escaso y tan necesario— no surge de la rigidez ideológica ni del fervor de las consignas, sino de una pasión contenida por la justicia. Requiere responsabilidad, temple, mesura. No hay liderazgo posible sin esa mezcla de calor humano y claridad racional.

Hoy vivimos atrapados entre dos extremos: la exaltación individual de la libertad como capricho personal y una legalidad percibida como ajena o impuesta. Hemos olvidado el trecho que hay entre la libertad subjetiva y la ley justa. Nos hemos quedado a medio camino de una ética de ciudadanía que sostenga verdaderamente un Estado democrático.

Y, sin embargo, hay esperanza. Está en los testimonios —a menudo silenciosos, otras veces incómodos— de quienes se toman en serio el carácter transformador de la vida pública. Hombres y mujeres que no renuncian a la verdad ni al compromiso. Ellos, en lo cotidiano, en la administración pública, en los barrios, en las aulas o en las patrullas, encarnan una ética que provoca, que incomoda, pero que también inspira.

En tiempos de relativismo ético, no son los discursos los que transforman: son los ejemplos… Hoy los necesitamos más que nunca.

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