La guerra y los límites de la locura.

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FEB
16
2025
Julio Santoyo Morelia, Mich. En un mundo regulado por protocolos que tienden a la racionalidad de los actos políticos, en el que los actores tienden a acotarse por el Estado de Derecho y a enmarcar su accionar en los valores universales, en ese mundo, es comprensible y previsible cualquier política de estado, fuera de ello todo es el caos.
Se juega un juego entre dos o entre miles cuando las reglas son aceptadas por todos. Pero quien entra al juego con sus propias reglas dinamitando todas las reglas previas tiene dos destinos, o es expulsado y con ello le viene la derrota o termina ganando el juego de manera absoluta.
Decía el escritor francés Honoré de Balzac que "todo poder es una conspiración permanente". Y hay conspiración porque todo poder, cuando acumula el máximo no admite competencia, cualquiera otra expresión de poder alternativo lo destruirá. Lo anterior ha venido ocurriendo siempre a lo largo de la historia, conspirar para obtener el máximo poder.
El ejemplo más cercano y horripilante lo protagonizó en el siglo XX un verdadero innombrable, Adolf Hitler y su partido Nacional Socialista. Su locura lo llevó a proclamar el Tercer Reich, un imperio que duraría mil años. Para lograrlo Hitler rompió con todos los protocolos de la racionalidad política y burló la buena fe del resto del mundo. Llevó su locura hasta la muerte, no cedió.
Antes de la tragedia muy pocos creyeron en que Hitler lo haría. Los arrebatos demagógicos del líder, que en sus multitudinarios actos encendía el delirio del pueblo alemán, les parecían bufonadas. Cuando el resto de los líderes europeos comprendieron que la estrategia de aquel loco era pasar por encima de todos los protocolos del derecho internacional y de la racionalidad política, ya era demasiado tarde, el mundo entero ardía.
En el siglo XX, sin embargo, no fue Hitler el único político delirante que llevó el ejercicio del poder a los extremos dictatoriales, la muerte y la represión de su pueblo, también lo hizo Stalin, entre otros.
Mientras Hitler lo hacía a nombre de la superioridad aria y del espacio vital alemán, otros lo hacían a nombre de otras ideologías delirantes. La novela 1984 de George Orwell describe esos mundo posibles, en los que pueden caber tanto el mundo de la derecha como el de la izquierda autoritarias, que al fin de cuentas tienen un común denominador, una sola sustancia: el totalitarismo.
En lo que va de este siglo XXI esas locuras han retornado, ante el retroceso de los valores democráticos, con fuerza y con ropajes de modernidad, pero siempre muy reconocidas por su intenso hedor tribal y populista; son locuras que reivindican el nacionalismo, la raza, el nativismo, el odio hacia lo extranjero, la invención de enemigos, la deificación del pueblo, el aislacionismo y proteccionismo económico, el simplismo maniqueo de la realidad, la superioridad cultural, la repulsión a lo diferente, el desprecio a la verdad y el control de alta tecnología de la comunicación y la propaganda.
Los límites que se pueda imponer Trump tras de su declaratoria de guerra comercial al mundo no los va a tener como consecuencia del daño ocasionado a su propia economía, eso a los populistas no les interesa. Hitler proclamaba que el pueblo alemán tenía que sufrir si es que quería alcanzar la grandeza. La respuesta arancelaría-simétrica que le puedan imponer los gobierno de otras naciones, anuncia que no lo detendrá, él está rompiendo esas reglas y protocolos, no le interesa someterse al orden de racionalidades que rigen la política común.
Así como han hecho otros populistas totalitarios en el mundo, Trump también lo está haciendo. Está buscando tomar el poder total en Estados Unidos. Su desprecio por el sistema judicial, el despido de jueces por oponerse a sus políticas, la censura a los medios de comunicación y en las redes sociales, son un adelanto en apenas 25 días de gobierno.
Sus decisiones, que van desde decretar el retorno de los popotes de plástico para pisotear la agenda ambiental pasando por decidir que convertirá la franja de Gaza en "la Riviera del Oriente Medio", o que anexará a Canadá como el estado 51, pasando por entregarle a Putin ―invasor de Ucrania― parte de ese territorio, a decretar que el Golfo de México se llame Golfo de América, deja clara su incontinencia grosera, su ánimo de infractor absoluto y confiesa su pretensión anexionista y expansionista. Y no debiera tomarse a broma.
Trump quiere un mundo a su medida, que las naciones del mundo sean mercado de consumo de su industria más no productoras y menos competidoras. Parece no importarle las reacciones nacionalistas y proteccionistas también de los países afectados y los realineamientos globales que está ocasionando en su contra.
Pero, si no es la racionalidad política la que frenará la voracidad trumpista entonces qué. Digámoslo con claridad, le apostará a la guerra, y no a la guerra comercial que apenas sería una fase de su escalada, a una guerra militar para replantear por completo el mapa de su influencia económica y militar y realizar su idea de grandeza americana.
Si las naciones no se doblegan comercialmente, como él desea, el siguiente paso podría ser el asedio militar, el pretexto es lo de menos como siempre ha ocurrido. Entre 2016 y 2020 Trump ―el hombre arancel como gusta llamarse― intentó hacer más grande a América con actos de guerra comercial y fracasó en su propósito.
En el mandato actual su guerra comercial inició con máxima potencia, el siguiente paso, si no logra subordinar a las naciones, no será declararse derrotado y aparecer como bufón, el as bajo la manga puede ser la vía militar. En todo caso, como lo dijera Goebbels en 1943, un ícono del populismo nazi: "pasaremos a la historia como los más grandes estadistas de todos los tiempos, o como los mayores criminales". Trump busca algo semejante, pasar a la historia como un gran estadista, o como un gran criminal, … ¿o como el mayor de los bufones? Esa es la apuesta, la apuesta delirante de todo populista con mucho poder.


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